María celia Zárate Insúa

Embrión de libro



Gira en vano...Da vueltas inútilmente

lunes, 9 de febrero de 2009

El Ciruelo


Más me convendría decir MI ciruelo.
El ciruelo esta en la casa de mi abuela, 44 Nro 977, arriba de el pase las horas mas felices de mi infancia, tampoco esta bien que hable en primera persona porque también estaban mi hermana Ana, mi prima Marita y mis vecinas Nori y Claudia.
Subirse al ciruelo era maravilloso, era subir a un barco, en un helicóptero, en una nave espacial, en un submarino, un palacio o en la casa de Tarzan.
Tenía aposentos para cada una, el mió estaba en una rama que daba para el galpón
El timón, imprescindible para conducirlo en una rama cortada donde le habíamos puesto un volante, el mirador, desde donde también se podía usar de timón en una horqueta que miraba para la casa, también tenia un receptáculo natural para combustibles, una parte descascarada de la rama principal que conectaba el tronco con el mirador, que llenábamos del combustible acorde a la nave en que se convirtiera, creo que esto fue lo que provoco que esa parte se pudriera y tuviera un hueco; también sectores de almacenamiento y de todo lo que hiciera falta. Nuestra imaginación infantil no tenia limites.

Para subir había dos formas.
Una escalera principal formada por los pliegues de la corteza desde donde se accedía al ambiente principal que conectaba las demás dependencias. Y “mi manera”, que era colgarse de una rama que estaba a noventa grados del tronco, y a un metro y medio del suelo, subir la pierna derecha entre la rama y el tronco y con un movimiento certero de cadera quedar a horcajadas sobre la rama principal que llevaba hasta el timón de mando. Al final, y si, la infancia se termina, esta rama termino de tanto uso lustrosa contrastando con el resto la superficie rugosa del ciruelo y mis manos con protuberantes callos por el ejercicio. Además de ser un modo de subir también servia para hacer la vuelta del murciélago y otras destrezas gimnásticas.

A las ciruelas amarillas, dulces, jugosas, las comíamos directamente sin lavar, les repasábamos una patina blanca hasta que quedaban brillantes. Las veíamos madurar hasta el punto perfecto. Cada una iba reservando la suya.
En pleno verano expuestas al sol de la hora de la siesta les daba una temperatura ciertamente tibia. Desmitificamos la idea de que comerlas calientes producía diarrea; nunca nos paso nada y eso que era nuestro postre palaciego o nuestra merienda intergaláctica.
Las cortábamos por bolsas que les regalábamos a los vecinos y parientes.
Ser chica y jugar esta buenísimo.
La imaginación que puede transformarlo todo y hacer de cualquier cosa algo absolutamente perfecto.

Con el ciruelo conquistamos nuevos territorios, en los que nos comunicábamos con lenguajes extrañísimos que mágicamente traducíamos al español y los pronunciábamos impecablemente, recolectamos muestras lunares, trajimos especias de las Indias, cruzamos los andes, navegamos el Nilo, gobernamos feudos e imperios enteros. También me refugio a la hora de que me quisieran dar vacunas, era imposible que algún adulto llegara a donde llegaba yo. Pero siempre al final tenia que bajar, se hacia la hora de comer o la noche o el invierno, si por mi hubiese sido me hubiera quedado ahí todo el tiempo.
Un día no me acuerdo cual, baje por ultima vez, no me di cuenta. Después volví a subir, si, subí de nuevo, pero solo para juntar
ciruelas.
María Celia Zárate Insúa ©

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